Para Elisa...




Si, este es el lugar—dije entre sonrisas—. Entremos pues, que se hace mas tarde.
Un largo pasillo con apenas iluminación, cada 20 o 30 metros hay una pequeña bombilla que parpadea constantemente dejándonos por momentos en una oscuridad total, el piso es viscoso, se atora la suela del zapato al caminar, las paredes están tapizadas con mosaico, los mismos que hay en los baños, solo que estos albergan mucho sarro y manchas de color ocre, el techo se cae poco a poco a pedazos y el fétido olor a muerte penetra nuestra nariz destrozando todo a su paso mientras más nos adentramos.

— ¿Es la primera vez que vienes aquí?
— No, tiempo atrás antes de que diera el salto y dejara de comerlos por completo. Hay un montón de videos en la red, pero no es lo mismo, hay que verlos en vivo, hay que olerlo, hay que oírlo; en pocas palabras hay que sentirlo —dije orgulloso—
— ¿Pero… y estás seguro que esto ayudará?
—Vamos, que si un golpe duro de realidad no lo hace nada lo hará. Anda vamos.

Había pasado más de dos años desde la última vez que le vi. En aquel entonces no pude darme el lujo de invitarla a salir dada la situación profesional en la que nos encontrábamos, hubiese sido poco ético de mi parte el hacerlo, era una pequeñuela por aquel entonces. Quizá siempre lo será ante mis ojos pero… quizá esa sonrisa angelical y grácil la tendrá para el resto de su vida.

—Tengo miedo, mejor vámonos —expresó timorata— ¿y si mejor encontramos otra forma?
— ¡No¡ ya te dije, pedí las llaves a un conocido él sabe que vinimos aquí. Solo hay tres trabajadores, es media noche y saben que vendríamos. Anda, no seas miedosa, después de todo fuiste tú la que me pediste venir.
—Es cierto pero, ¿y si hay otra manera de hacerlo?
—Sin duda la hay, pero eficaz solo esta —dije triunfal.
Mientras avanzábamos el aire se torno pesado y denso, la temperatura descendió. Elisa comenzó a temblar al igual que yo. De pronto divisamos  una luz a lo lejos del corredor. Habíamos llegado.
— ¿Que es ese sonido? —Preguntó consternada—, es como si fueran niños… parecen niños chillando, parecen como si se estuvieran retorciendo de miedo y de dolor.
 — No son niños, son corderos, corderos en el matadero — y reí, reí a carcajadas, estas salían de mi boca en tropel, reí como Mephistopheles al saberse non grato a los ojos de Margarete, como un lunático, reí tan fuerte que por un momento los lamentos de los corderos cesaron.

Estos eran llevados por un pequeño pasillo movidos por una cinta con muchos remaches, rechinaba constantemente, aunado a los alaridos de los corderos el sonido era, sin lugar a dudas, estremecedor.  Pegados a más no poder como si tratasen de acurrucarse, de estar más cerca los unos de los otros, como si trataran de no sentirse solos y sus ojos recorrían frenéticamente todo el espacio, al acercarse ya  al final del recorrido un carnicero asestaba una certera (aunque no siempre) estocada, la encajaba una sola vez y de golpe un chisguete de sangre caía sobre el suelo como cascada a media luz.  Luego, atravesaba con un filoso y oxidado garfio la pesuña del animal, lo elevaba por el techo a otro nivel, uno en donde lo cortarían en pedazos. Charcos de sangre mezclados con tierra y sarro, el carnicero parecía tener el rostro pétreo e inamovible, sus ropas completamente blancas así como su botas de látex empapadas de sangre, de sangre y sarro… enorme era el contraste ante ojos sensibles. Una hilera de ganchos se extendía lo largo de casi 300 m. elevando a los corderos, paseándolos por el recinto para que su sangre se drenase por completo (así, se explicaba el porqué lo viscoso del suelo de todo el lugar). En algunos especímenes las extremidades aun desde lo alto, continúan contorsionándose desesperadamente ya no se puede saber si no es que más un vil reflejo, miedo, o, sin en cambio, es síntoma del sufrimiento que los inunda por dentro. Dios sabe, que pueden aun sentir mucho dolor, Dios sabe que aun no están muertos del todo y se aferran a la vida que se desparrama por los suelos.

— Pensé que los animales no sufrían,  — decía con voz entrecortada—  pensé que la muerte era rápida e indolora pensé que… ¿Cómo es posible que lloren como niños indefensos?
Se tapó la boca y vomitó, fue de bruces directo al piso, se manchó sus dulces y níveas manos, la comida triturada y mezclada con saliva y vino tinto se deslizó grácilmente a través de estas.
— No lloran de dolor, — expliqué—  lloran porque saben que su vida llega a su fin y no hay nada que pueda salvarlos. Contempla la forma en la que mientras más se acercan a su destino sus ojos comienzan a salirse de sus órbitas, ve como su mirada se pierde en los charcos de sangre que les sirven de suelo, anda, ve y dime si querrás comerlos otra vez.

Me atrajo desde la primera vez que la vi, de eso no cabe la menor duda, confieso que al asistir al trabajo y no verla me causaba gran congoja. ¿Dónde está Elisa, — preguntaba desconsolado—  alguien sabe si vendrá hoy? Y me retraía como un cangrejo en mi escritorio al saber que no vendría.

Abruptamente se puso de pie y me miró y dijo: “No, ya no mas carne, ya no mas… comida, la comida es mala la comida engorda”
— Así es, engorda y si no quieres ser gorda y fea debes verlos sufrir, debes dejar de comerlos. ¿Acaso no te da asco tu propia apariencia? Mírate; obesa, sebosa, con toda esa grasa alrededor tu tus nalgas mira tus…
Elisa comenzó a convulsionar,  gorgojaba su propio vomito tirada allí en el suelo.
—Eres una horrible cerda a quien nadie quiere — le increpé— es por ello que…

Abruptamente se puso de pie como su hubiese sido poseída por un súcubo, fue directo hacia mí y sus ojos llenos de flamas estaban, me quemaron, me quemaron por dentro, después, soltó un sonido gutural, abrió majestuosamente la boca y sobre mi vertió ya no vomito, pues nada en su estomago quedaba sino tripas, tripas que ella misma había decidido arrancarse desde lo profundo de su estomago vacío, tripas que, durante largo tiempo ya no hacían nada más que ocupar un espacio en su cuerpo cadavérico…

Al ver su silueta frágil cual estatua de hielo y observar los modos tan austeros en su forma de comer, de golpe entendí cual era la situación. Dos frases me hicieron salir de toda duda: “Jamás bajes la cabeza, tu corona podría caerse” y “Quod me nutrit, me destruit”.

—Comer es malo —decía una y otra vez— comer engorda, comer te hace daño…
— ¡Eso!, así, más, más fuerte quiero ver como cometes suicidio, vamos, te exhorto a que me vomites mas, sé que aun no avientas todo, vamos hazlo, hazlo que aquí estoy a tu lado.
—¿Que no entiendes pendejo? Tú me das asco —y su desdén fue inabarcable— Eres gordo y feo, eres como todos ellos.

Me llenó enteramente de su vomito, para ese entonces ya me encontraba demasiado excitado para siquiera poder hacer algo, me regocijaba en mi crápula. Los pocos pedazos de comida que había digerido y que ahora estaban por todo mi cuerpo me resultaban tremendamente exquisitos. El vomito, el sarro y la sangre se mezcló, Elisa seguía y seguía parecía no tener fin su tormento, yo reía cada vez mas y mas pero de la risa nació algo putrefacto; un eructo, uno que resonó por todas lados e iluminó por completo el rastro y pude ver cómo estaba lleno de bilis, materia fecal y putrefacta, pude ver también dentro del estomago de Elisa. Estaba atado, atado con cadenas ardientes que al ingerir cualquier clase de alimento le causaban terribles calambres… y allí estaba yo con una gran erección, allí ella ahogándose en su propio vomito y allí los corderos emitiendo alaridos para oídos insensibles.

— Tomé su mano y dije: “¿Es esto lo que querías cierto?”
— Si, gracias, ahora solo me queda la parte más difícil…
— Pues bien — exclamé decididamente— ¡Aquí tenemos un acuerdo!
Súbitamente estrellé su cara contra el suelo había vomito, mierda, sarro y un olor  fétido insoportable
— El último empujón Elisa — le susurré tiernamente—  empezó a convulsionar y vomito de nuevo,  vomito primero mucha sangre, luego coágulos de sangre… su dolor inmenso, mi gozo eterno.
—Vomita, vomita ¡es lo que mereces puta¡ — gritaba encolerizado— mientras Elisa desde el fondo de su corazón me lo agradecía muy a su manera.

Sin más, terminó por vaciar todas sus tripas, no le quedaba nada adentro ni aliento ni alma ni saliva ni sangre nada, lo había vomitado todo y sus ojos de sus órbitas se salieron, como si estos fueran el último vestigio de vida que aquel cuerpo enfermo y envenenado tuviese, los recogí ritualmente, los contemplé un largo rato y luego, harto ya de toda la vida contemplativa, los aplasté con mi bota, salió algo de pus y me fui.  Dejé a Elisa en su propia mierda, descansaba tan plácidamente, que no me atreví a moverla, tan cansada estaba de la vida que lo mejor que pude haber hecho por ella fue asistirla y serle de ayuda.

Aquel que está cansado de la vida no es, ni será jamás bienvenido, aquel que la desprecie merece no tenerla…la diferencia entre Elisa y los corderos fue que ellos se aferraban a la vida y ella no, fue por eso que decidí ayudar a Elisa y no a los corderos.

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